Sonó el teléfono y no sabía
quién era. En esa época no había celulares, sino un ring anónimo que se despejaba si conocías la voz al otro lado del
cable. Sí, cables. Lo “inalámbrico” no había sido inventado.
Quien llamaba era Daniel, un
amigo escandaloso y divertido que me dijo de una: Mitchele, conseguí un juego maravilloso
de sofá y dos butacas, pero como no cabe todo en mi casa, pensé que podíamos
dividirlo. ¿Qué te parece? Le dije que sí, sin haberlo visto, porque Daniel
había pronunciado las palabras mágicas: es de los años ’50.
Yo tengo una debilidad, una
predilección por todo lo que signifique diseño de los años ’50. Me gusta esa
arquitectura de columnas cilíndricas, plantas libres, fachadas limpias o
revestidas de mosaicos de vidrio, de la que hay tantos y tan buenos ejemplos en
Caracas. También me encanta la ropa: faldas voluminosas en las pantorrillas que
exigen cinturas breves. Y aquellas telas, donde abundaban rayas y lunares en
colores sólidos.
Mis paredes pasaron de mostaza, rojo
pachanga, azul eléctrico, amarillo pollito, naranja dulce o azul turquesa a verde
inglés. ¡Pero no se asusten! Siempre alternados con blanco puro. Ahora que vivo
en Chile diría blanco cordillera. Cada año cambiaba uno o dos muros de color; hasta
que un año encontré unas calcomanías redondas de varios colores y salpiqué con
ellas la pared de fondo. Fue una especie de sarampión sin fiebre detrás del
sofá negro, que para entonces, ya empezaba a verse desteñido.
El sol del
trópico, hasta bajo techo, va dejando su huella inclemente. Podía quedarme horas viendo
las fotos de mi mamá jovencita en su fiesta de 15 años, en un bautizo, en unos
carnavales. Para ella los carnavales de esa época eran inolvidables porque
había sido elegida reina dos veces. Cuando me lo contaba le brillaban los ojos.
Un brillo que rivalizaba con los destellos de aquel par de brillanticos que
acompañaban sus lentes negros terminados en punta. Todo un emblema cincuentoso.
Esos códigos estéticos me la recuerdan.
En esa época Rafael y yo
pensábamos en casarnos y como no tenía ni un mueble, me vendría bien cualquiera
de las dos opciones. Así que iba a esperar qué Daniel decidiera entre el sofá y
las butacas.
A los pocos días llegó la
respuesta: Daniel concluyó que ni el sofá, ni las butacas le quedaban bien en
su departamento, entonces el juego –todo– era para mí. Salí a buscarlo y me encontré
con 3 piezas pequeñas, fieles exponentes de esa época dorada del diseño, con
sus patas de madera cual conos invertidos, a las que solo les faltaba la
piecita de bronce que solía rematarlas.
Sin embargo, el verde
chillón en el que estaban tapizados me golpeó en las retinas. Aún a mí, que me
gusta tanto el color, ese tono perico me pareció un exceso. Digamos que más
digno de un set de Pedro Almodóvar que de mi futuro departamento. Entonces
decidí tapizarlos y para ello consulté a un amigo anticuario, quien me
recomendó darle a cada una de las piezas un color diferente. Después de mucho
pensar, pasearme por una amplia gama de colores, elegí: negro para el sofá,
gris para una de las butacas y vino tinto para la otra.
Esa paleta, más bien sobria
para mis estándares colorinches, me permitiría jugar con las paredes. Y así lo
hice durante los 25 años que ese juego amobló mi sala. Durante ese tiempo lo
único estable en mi casa fueron ellos. Mis paredes
Mis muebles no se inmutaron
cuando me divorcié y Rafael salió delante de ellos, pero sí cuando acogieron a
Bonito. La tela que los cubría, aquel shantú de seda texturizado y sedoso, se
fue haciendo opaco y mustio, pero eso a mi gato no le importaba. Él, fiel a sus
instintos felinos, se acunaba en una de las esquinas volviéndose una esfera
peluda, incrustado entre el respaldo y el apoya brazos. Al salir, cadencioso y
elegante –ya dije que era un gato– dejaba una estela blanca. Ahora él tampoco
está allí, sino con su familia de acogida.
Cuando empecé a pensar en
qué objeto basaría este texto evocador ellos me vinieron a la memoria. No fue
fácil. Partí hace año y medio de Caracas y en dos maletas no cabe una vida. Así
que escribo este texto apoyándome en mis frágiles recuerdos y en una foto que
llegó por Whatsapp.
Aquí queda alguna huella de
su presencia. Una presencia contemporánea, sí, con muchas historias previas que
no conozco y una más reciente: la de mi casa a los pies de El Ávila; esa a la
que me asomo con una mezcla de melancolía e incertidumbre a través de una foto
en la nube de Internet y en las de mi mente.