sábado, 10 de enero de 2015
Mi María Castaña
A la memoria de María Granado de Blanco
Todos
los venezolanos hemos oído hablar alguna vez de Maricastaña, ese personaje del
imaginario popular que evoca épocas pasadas y, cuyo rostro, es sólo un dibujo de la imaginación. Mi
Maricastaña se llamaba María Granado de Blanco y dejó de existir -físicamente,
quiero decir- el 12 de enero de 2002.
Mi Maricastaña no estuvo a mi lado desde
la infancia. No me acompañó a merendar por las tardes después del colegio, ni
me leyó cuentos antes de dormir. Y no porque no quisiéramos, sino porque a esa
edad -la de los cuentos- no nos conocíamos. Mis dos abuelas murieron cuando
yo me alejaba de la adolescencia y generalmente son ellas las que nos llevan de
la mano a conocer las leyendas de los tiempos de Maricastaña. A mi abuela
paterna casi no la disfruté y mi abuela materna -de quien guardo maravillosos recuerdos
y divertidas anécdotas- siempre estaba demasiado ocupada llenándonos de
chucherías y consintiéndonos a mí y a sus siete nietos, sin límites ni
tregua. “Mamama”, que era como decir mucha mamá, no le dejaba tiempo ni espacio a Maricastaña.
Así que a mis veinte años, antes de que Mamama emprendiera el viaje infinito, yo seguía teniendo muy poco interés por las anécdotas de épocas remotas, abrumada y sin dormir -como estaba casi siempre- gracias al disco music y a las entregas de diseño.
Así que a mis veinte años, antes de que Mamama emprendiera el viaje infinito, yo seguía teniendo muy poco interés por las anécdotas de épocas remotas, abrumada y sin dormir -como estaba casi siempre- gracias al disco music y a las entregas de diseño.
A
mi Maricastaña la conocí cuando yo era “una mujer hecha y derecha”. Fue en la primera visita a casa de Rafael, mi
novio de entonces. Poco a poco, en las reuniones familiares nos fuimos
descubriendo mutuamente. Abajo el bullicio de la conversación, los comentarios
sobre el almuerzo o el escándalo político del momento. Escaleras arriba, los
recuerdos inundaban el espacio con colores y sabores de épocas lejanas. Ella daba
rienda suelta a sus evocaciones y añoranzas por un pueblito perdido en el vasto
territorio venezolano. ¡Quién lo iba a decir! yo tan urbana con una
Maricastaña de Urachiche, estado Yaracuy.
“La
señora María” como la llamábamos todos -incluso sus verdaderos nietos- se emocionaba
contándome todo sobre aquellos tiempos en que venir a
Caracas era una verdadera odisea. Me encantaba escuchar, de su boca surcada de
arrugas, las anécdotas sobre el nacimiento de uno de sus hijos: recorrió a
caballo -cual Virgen criolla- tortuosos caminos de
tierra para ponerse en manos de una comadrona. Sus ojos mustios pero
brillantes, se avivaban aún más cuando me decía muy oronda: “¡A mí no me ha
visto ningún hombre, por muy médico que sea, NO SEÑOR!”. Esos cuentos surgían
en la época en que era yo quien estaba
embarazada. Gozaba contándole lo que hacía para estimular a Alejandra,
quien no dejaba de patear en mi barriga al son de Mozart, de Nacho Cano o de un
palo de lluvia. La señora María se horrorizaba:
- ¡M’ija, cuándo en mis tiempos,
tú vas a volver loco a ese muchacho!
Sí, ella insistía en llamarla “ese muchacho”, aunque yo le mostraba los
ecosonogramas, no pude convencerla de que yo iba a tener una niña, no “un
muchacho”.
- ¿M’ija, qué es eso? ¡Cuando nazca ya se sabrá si es varón o hembra!
Con
sus manos de noventa y pico de años la Señora María tejía escarpines y saquitos sin olvidar ni un punto. Ante mi asombro por su excelente memoria me reveló
su secreto. Cada noche, antes de rendirse al sueño, hacía un repaso mental de
todas las familias que rodeaban la casona de su infancia: Don Feliciano, doña
Tomasa y sus 6 hijos; Francisco, Beatriz, Alicia, Irma, Vicente y Antonio; los
de la casa grande de la esquina, Don Rafael, Misia Jacinta y sus catorce hijos:
Josefa, Julián, José, Auristela, Luisa,
Mercedes,... ¡Y pare de contar!
- Eso sí m’ija nada de Wilmer, ni Vanessa,
ninguno de esos nombres`musiues´ que ahora les ha dado por ponerles a los
muchachos.
Pero
lo que más me gustaba era cuando abría sus gavetas para mostrarme sus pequeños
tesoros: El pañuelito que usó en su matrimonio, de lino bordado que alguna
vez fue blanco, contrastaba con el ligero rubor de sus mejillas; las fotos sepia que conservaba junto a varios dientes de
leche. Un dedal y una locha gastada, que ahora brillan entre mis
cosas. Todo rigurosamente datado con esa inconfundible caligrafía de principios
del siglo XX. Cada objeto, cada fotografía conservaba el aroma del momento, la
pátina del tiempo, el color de la nostalgia. De fondo su voz queda, a veces
temblorosa pero siempre emocionada, evocando una vida llena de recuerdos.
Quizás
justo en el momento en que llega ese tímido deseo de mirar atrás y encontrarnos
con el pasado, aparece una Maricastaña sepia de labios cuidadosamente delineados, para guiarnos
por los corredores de nuestra memoria colectiva y recordarnos de dónde venimos pero
sin poder decirnos adónde vamos.
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