– Pana, ¿cuánto cuesta el túnel? - Pregunta una muchacha con una argolla hiriendo su ceja izquierda.
– La pieza cuesta 60 y ponerlo cuesta 120. –Contesta el flaco detrás del mueble negro que hace las veces de mostrador.
Si
al oír la palabra “túnel” pensaste en el de La Planicie, bajando a La Guaira, naciste antes
del terremoto de Caracas y no has estado nunca en Clinic Tatoo.
Clinc
Tatto es el templo del piercing y el tatuaje en Caracas; concretamente, en el CC San Ignacio. Su página web habla de la
asepsia total en sus intervenciones y la solvencia profesional de sus
técnicos. Allí fui a dar el sábado en la tarde con mi adolescente tras
perder la batalla iniciada hace 8 meses y 80 discusiones. Ale ganó, así que acudimos a la
cita donde le imprimirían de una vez y para siempre una palabra de 4
letras negras sobre su magra cadera derecha. Ante lo inevitable
opté por lo conveniente. Acompañarla. Ver la cara y la mano que mueve la
aguja para escribirle Hope. en tinta indeleble.
Después
que estampé mi firma de autorización en una hoja con fondo de manga
japonés, me senté sobre un leopardo que parecía un sofá. Allí mis ojos
iban desde el muestrario de rosas, dragones y todo tipo de símbolos
crípticos hasta los que entraban y salían pidiendo información. Este
templo de una sola nave mide tres metros por cinco; quirófano incluido.
Doy fe que en una hora escasa, pasaron por ahí más de una docena de
almas buscando ser marcadas, perforadas, tatuadas. La generación de lo
efímero –cien fotos digitales borradas en un click– necesita llevar algo
permanente, algo que dure y evoque una persona o un ideal.
El
flaco de la caja tiene dos túneles. Ahora sí aclaro: ensanchando sus
orejas. A través de los cuales podríamos ver, digamos que la bola Pepsi
deshaciéndose. Sus brazos rememoran lo que son porque terminan en 5
dedos pero no hay nada que recuerde el color "carne" de mis Prismacolor.
Todo son dibujos.
Una chica se acerca y le pregunta cuánto cuesta retocarse un tatuaje.
El flaco le dice, –Déjame verlo.
La muchacha mira a su novio como pidiendo aprobación, y éste agrega.
–Se lo hizo hace como un año, pero se puso opaco.
Mientras, la chica se baja aún más el pantalón -que ya bordeaba la grácil cadera- y se lo muestra al experto.
–Ummjjj, cuesta como 300. Un retoque significa volver a hacerlo, si no, se nota la diferencia entre el nuevo y el viejo.
Yo me pregunto, si un tatuaje es permanente ¿cómo consideran “viejo” a uno que apenas tiene un año?
Después
entra un grupo. El más entusiasta tiene el pelo como Bisbal, puro rulo
pero en este caso castaño. Todavía se oye el rumor de los que celebran
un gol en el centro comercial. A mí me sirve el ruido, mitiga
la vibración de la aguja que entra y sale de la cadera de 14 años que
estoy esperando ansiosa. Cuando el Bisbal caraqueño habla, noto su voz
borrosa, como saliendo de un túnel. Mueve sus pies, sonríe; sus dedos
burbujean describiendo un hormigueo que sube desde los pies hasta los
muslos.
Su amiga le dice riendo. –Están tatuando a alguien. ¿Sientes la vibración en el piso?
Me
llama la atención el énfasis que pone en cada una de sus palabras, la
acompasada modulación de sus labios orientados hacia los ojos del amigo.
Entonces entiendo. Bisbal es sordo y pregunta cuánto cuesta tatuarse una estrella en el brazo.
A
estas alturas resumo: nadie ha preguntado si duele, si se cae, cuánto
tiempo toma hacerlo. La única duda es el precio. La meta para alcanzar
lo eterno es el dinero.
Veo al flaco de la caja
atiendiendo a un muchacho que lleva un diseño de dragones con una
inscripción saliendo de una nube de humo oscuro. Sus lóbulos agrandados y
translúcidos; sus brazos multicolores colgando de una gran franela
negra; su nariz atravesada por una argolla plateada, vencen mis
prejuicios. El video no se ajusta al audio. La imagen transgresora no
anticipa modales atentos, pacientes respuestas. Y los hay.
La puerta
del “consultorio” se abre y Alejandra me muestra orgullosa su trofeo de
tinta. Tras ella viene el técnico. Mientras da las indicaciones del
cuidado –cero playa, cero piscina, mucho Beducén– me distraigo viendo a
través de sus dos túneles toda la parafernalia negra y plateada que
ahora está en la vitrina y pronto atravesará narices, lóbulos, ombligos y
alguna tetilla valiente. Cuando pago con el dinero que Ale ahorró por
primera vez en su vida, recuerdo lo que le dije en el carro, último e
inútil esfuerzo por persuadirla.
–¿Ale por qué con el dinero del tatuaje no te compras el bolso ese que tiene cornetas para oír el IPOD?
–Mami, el bolso no dura toda la vida.
No pude evitar recordar cuando mi Ale se hizo su primer tatuaje... Ahora no le gusta, pero ya está allí, en su espalda y ahora tendrá que vivir con eso. Un abrazo!!
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