domingo, 24 de junio de 2018

UN JUEGO MUY SERIO


Sonó el teléfono y no sabía quién era. En esa época no había celulares, sino un ring anónimo que se despejaba si conocías la voz al otro lado del cable. Sí, cables. Lo “inalámbrico” no había sido inventado.

Quien llamaba era Daniel, un amigo escandaloso y divertido que me dijo de una: Mitchele, conseguí un juego maravilloso de sofá y dos butacas, pero como no cabe todo en mi casa, pensé que podíamos dividirlo. ¿Qué te parece? Le dije que sí, sin haberlo visto, porque Daniel había pronunciado las palabras mágicas: es de los años ’50.

Yo tengo una debilidad, una predilección por todo lo que signifique diseño de los años ’50. Me gusta esa arquitectura de columnas cilíndricas, plantas libres, fachadas limpias o revestidas de mosaicos de vidrio, de la que hay tantos y tan buenos ejemplos en Caracas. También me encanta la ropa: faldas voluminosas en las pantorrillas que exigen cinturas breves. Y aquellas telas, donde abundaban rayas y lunares en colores sólidos.


Mis paredes pasaron de mostaza, rojo pachanga, azul eléctrico, amarillo pollito, naranja dulce o azul turquesa a verde inglés. ¡Pero no se asusten! Siempre alternados con blanco puro. Ahora que vivo en Chile diría blanco cordillera. Cada año cambiaba uno o dos muros de color; hasta que un año encontré unas calcomanías redondas de varios colores y salpiqué con ellas la pared de fondo. Fue una especie de sarampión sin fiebre detrás del sofá negro, que para entonces, ya empezaba a verse desteñido. 
El sol del trópico, hasta bajo techo, va dejando su huella inclemente. Podía quedarme horas viendo las fotos de mi mamá jovencita en su fiesta de 15 años, en un bautizo, en unos carnavales. Para ella los carnavales de esa época eran inolvidables porque había sido elegida reina dos veces. Cuando me lo contaba le brillaban los ojos. Un brillo que rivalizaba con los destellos de aquel par de brillanticos que acompañaban sus lentes negros terminados en punta. Todo un emblema cincuentoso. Esos códigos estéticos me la recuerdan.



En esa época Rafael y yo pensábamos en casarnos y como no tenía ni un mueble, me vendría bien cualquiera de las dos opciones. Así que iba a esperar qué Daniel decidiera entre el sofá y las butacas.

A los pocos días llegó la respuesta: Daniel concluyó que ni el sofá, ni las butacas le quedaban bien en su departamento, entonces el juego –todo– era para mí. Salí a buscarlo y me encontré con 3 piezas pequeñas, fieles exponentes de esa época dorada del diseño, con sus patas de madera cual conos invertidos, a las que solo les faltaba la piecita de bronce que solía rematarlas.

Sin embargo, el verde chillón en el que estaban tapizados me golpeó en las retinas. Aún a mí, que me gusta tanto el color, ese tono perico me pareció un exceso. Digamos que más digno de un set de Pedro Almodóvar que de mi futuro departamento. Entonces decidí tapizarlos y para ello consulté a un amigo anticuario, quien me recomendó darle a cada una de las piezas un color diferente. Después de mucho pensar, pasearme por una amplia gama de colores, elegí: negro para el sofá, gris para una de las butacas y vino tinto para la otra.

Esa paleta, más bien sobria para mis estándares colorinches, me permitiría jugar con las paredes. Y así lo hice durante los 25 años que ese juego amobló mi sala. Durante ese tiempo lo único estable en mi casa fueron ellos. Mis paredes

Pero decía que esos muebles fueron lo único estático y me explico: vieron llegar otros muebles, cuadros, fotos; vieron entrar y salir maletas en cada uno de mis viajes. También recibieron a mi hija, Alejandra. Sobre sus cojines -menos cómodos que bonitos- le di pecho y la acuné durante muchas siestas. También recibieron a mis sobrinas y despidieron a mi hermana. Hay en la nube virtual, donde están ahora mis fotos, una imagen de mis dos gringuitas -mis sobrinas-  junto a su tía, una tarde en que todas coincidimos en Caracas. La diáspora que vamos siendo los venezolanos comenzó en mi familia hace 19 años.

Mis muebles no se inmutaron cuando me divorcié y Rafael salió delante de ellos, pero sí cuando acogieron a Bonito. La tela que los cubría, aquel shantú de seda texturizado y sedoso, se fue haciendo opaco y mustio, pero eso a mi gato no le importaba. Él, fiel a sus instintos felinos, se acunaba en una de las esquinas volviéndose una esfera peluda, incrustado entre el respaldo y el apoya brazos. Al salir, cadencioso y elegante –ya dije que era un gato– dejaba una estela blanca. Ahora él tampoco está allí, sino con su familia de acogida.

Cuando empecé a pensar en qué objeto basaría este texto evocador ellos me vinieron a la memoria. No fue fácil. Partí hace año y medio de Caracas y en dos maletas no cabe una vida. Así que escribo este texto apoyándome en mis frágiles recuerdos y en una foto que llegó por Whatsapp.

Aquí queda alguna huella de su presencia. Una presencia contemporánea, sí, con muchas historias previas que no conozco y una más reciente: la de mi casa a los pies de El Ávila; esa a la que me asomo con una mezcla de melancolía e incertidumbre a través de una foto en la nube de Internet y en las de mi mente.

domingo, 27 de agosto de 2017

Hay fotografías que son más crueles que el espejo. Por supuesto no las publicaré.


sábado, 10 de enero de 2015

Mi María Castaña

A la memoria de María Granado de Blanco

Todos los venezolanos hemos oído hablar alguna vez de Maricastaña, ese personaje del imaginario popular que evoca épocas pasadas y, cuyo  rostro, es sólo un dibujo de la imaginación. Mi Maricastaña se llamaba María Granado de Blanco y dejó de existir -físicamente, quiero decir- el 12 de enero de 2002.

Mi Maricastaña no estuvo a mi lado desde la infancia. No me acompañó a merendar por las tardes después del colegio, ni me leyó cuentos antes de dormir. Y no porque no quisiéramos, sino porque a esa edad -la de los cuentos- no nos conocíamos. Mis dos abuelas murieron cuando yo me alejaba de la adolescencia y generalmente son ellas las que nos llevan de la mano a conocer las leyendas de los tiempos de Maricastaña. A mi abuela paterna casi no la disfruté y mi abuela materna -de quien guardo maravillosos recuerdos y divertidas anécdotas- siempre estaba demasiado ocupada llenándonos de chucherías y consintiéndonos a mí y a sus siete nietos, sin límites ni tregua. Mamama”, que era como decir mucha mamá, no le dejaba tiempo ni espacio a Maricastaña. 

Así que a mis veinte años, antes de que Mamama  emprendiera el viaje infinito, yo seguía teniendo muy poco interés por las anécdotas de épocas remotas, abrumada y sin dormir -como estaba casi siempre- gracias al disco music y a las entregas de diseño.

A mi Maricastaña la conocí cuando yo era “una mujer hecha y derecha”. Fue en la primera visita a casa de Rafael, mi novio de entonces. Poco a poco, en las reuniones familiares nos fuimos descubriendo mutuamente. Abajo el bullicio de la conversación, los comentarios sobre el almuerzo o el escándalo político del momento. Escaleras arriba, los recuerdos inundaban el espacio con colores y sabores de épocas lejanas. Ella daba rienda suelta a sus evocaciones y añoranzas por un pueblito perdido en el vasto territorio venezolano. ¡Quién lo iba a decir! yo tan urbana con una Maricastaña de Urachiche, estado Yaracuy.

“La señora María” como la llamábamos todos -incluso sus verdaderos nietos- se emocionaba contándome todo sobre aquellos tiempos en que venir a Caracas era una verdadera odisea. Me encantaba escuchar, de su boca surcada de arrugas, las anécdotas sobre el nacimiento de uno de sus hijos: recorrió a caballo -cual Virgen criolla- tortuosos caminos de tierra para ponerse en manos de una comadrona. Sus ojos mustios pero brillantes, se avivaban aún más cuando me decía muy oronda: “¡A mí no me ha visto ningún hombre, por muy médico que sea, NO SEÑOR!”. Esos cuentos surgían en la  época en que era yo quien estaba embarazada.  Gozaba contándole lo que hacía para estimular a Alejandra, quien no dejaba de patear en mi barriga al son de Mozart, de Nacho Cano o de un palo de lluvia. La señora María se horrorizaba:

- ¡M’ija, cuándo en mis tiempos, tú vas a volver loco a ese muchacho! 

Sí, ella insistía en llamarla  “ese muchacho”, aunque yo le mostraba los ecosonogramas, no pude convencerla de que yo iba a tener una niña, no “un muchacho”. 

- ¿M’ija, qué es eso? ¡Cuando nazca ya se sabrá si es varón o hembra! 

Con sus manos de noventa y pico de años la Señora María tejía escarpines y saquitos sin olvidar ni un punto. Ante mi asombro por su excelente memoria me reveló su secreto. Cada noche, antes de rendirse al sueño, hacía un repaso mental de todas las familias que rodeaban la casona de su infancia: Don Feliciano, doña Tomasa y sus 6 hijos; Francisco, Beatriz, Alicia, Irma, Vicente y Antonio; los de la casa grande de la esquina, Don Rafael, Misia Jacinta y sus catorce hijos: Josefa,  Julián, José, Auristela, Luisa, Mercedes,... ¡Y pare de contar!

- Eso sí m’ija nada de Wilmer, ni Vanessa, ninguno de esos nombres`musiues´ que ahora les ha dado por ponerles a los muchachos. 

Pero lo que más me gustaba era cuando abría sus gavetas para mostrarme sus pequeños tesoros: El pañuelito que usó en su matrimonio, de lino bordado que alguna vez fue blanco, contrastaba con el ligero rubor de sus mejillas; las fotos sepia que conservaba junto a varios dientes de leche. Un dedal y una locha gastada, que ahora brillan entre mis cosas. Todo rigurosamente datado con esa inconfundible caligrafía de principios del siglo XX. Cada objeto, cada fotografía conservaba el aroma del momento, la pátina del tiempo, el color de la nostalgia. De fondo su voz queda, a veces temblorosa pero siempre emocionada, evocando una vida llena de recuerdos.

Quizás justo en el momento en que llega ese tímido deseo de mirar atrás y encontrarnos con el pasado, aparece una Maricastaña sepia de labios cuidadosamente delineados, para guiarnos por los corredores de nuestra memoria colectiva y recordarnos de dónde venimos pero sin poder decirnos adónde vamos.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Yo tengo una hermana


Yo tengo una hermana que no sabe lo que es el miedo. 

Cuando estábamos chiquitas se pasaba para mi cama. Será por eso que ahora la miedosa soy yo. 

Yo tengo una hermana que fue la mejor amiga de mi mamá y la hizo reir hasta su último suspiro.

Yo tengo una hermana de acero. No te dejes engañar por su fragil apariencia. 

Yo tengo una hermana que es como el bambú. No se quiebra y, cuando el viento es más fuerte, baila.

Yo tengo una hermana que se disfrazó de hippie cuando todas éramos bailarinas, hadas y princesas de Disney.

Yo tengo una hermana que me enseñó que a mí también me gustan los gatos.

Yo tengo una hermana enorme, que mide 1.60m.

Yo tengo una hermana de pie sobre dos ruedas.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Tinta indeleble

– Pana, ¿cuánto cuesta el túnel? - Pregunta una muchacha con una argolla hiriendo su ceja izquierda.

– La pieza cuesta 60 y ponerlo cuesta 120. –Contesta el flaco detrás del mueble negro que hace las veces de mostrador.


Si al oír la palabra “túnel” pensaste en el de La Planicie, bajando a La Guaira, naciste antes del terremoto de Caracas y no has estado nunca en Clinic Tatoo.

Clinc Tatto es el templo del piercing y el tatuaje en Caracas; concretamente, en el CC San Ignacio. Su página web habla de la asepsia total en sus intervenciones y la solvencia profesional de sus técnicos. Allí fui a dar el sábado en la tarde con mi adolescente tras perder la batalla iniciada hace 8 meses y 80 discusiones. Ale ganó, así que acudimos a la cita donde le imprimirían de una vez y para siempre una palabra de 4 letras negras sobre su magra cadera derecha. Ante lo inevitable opté por lo conveniente. Acompañarla. Ver la cara y la mano que mueve la aguja para escribirle Hope. en tinta indeleble.

Después que estampé mi firma de autorización en una hoja con fondo de manga japonés, me senté sobre un leopardo que parecía un sofá. Allí mis ojos iban desde el muestrario de rosas, dragones y todo tipo de símbolos crípticos hasta los que entraban y salían pidiendo información. Este templo de una sola nave mide tres metros por cinco; quirófano incluido. Doy fe que en una hora escasa, pasaron por ahí más de una docena de almas buscando ser marcadas, perforadas, tatuadas. La generación de lo efímero –cien fotos digitales borradas en un click– necesita llevar algo permanente, algo que dure y evoque una persona o un ideal.

El flaco de la caja tiene dos túneles. Ahora sí aclaro: ensanchando sus orejas. A través de los cuales podríamos ver, digamos que la bola Pepsi deshaciéndose. Sus brazos rememoran lo que son porque terminan en 5 dedos pero no hay nada que recuerde el color "carne" de mis Prismacolor. Todo son dibujos.

Una chica se acerca y le pregunta cuánto cuesta retocarse un tatuaje.

El flaco le dice, –Déjame verlo.

La muchacha mira a su novio como pidiendo aprobación, y éste agrega.

–Se lo hizo hace como un año, pero se puso opaco.

Mientras, la chica se baja aún más el pantalón -que ya bordeaba la grácil cadera- y se lo muestra al experto.

–Ummjjj, cuesta como 300. Un retoque significa volver a hacerlo, si no, se nota la diferencia entre el nuevo y el viejo.

Yo me pregunto, si un tatuaje es permanente ¿cómo consideran “viejo” a uno que apenas tiene un año?

Después entra un grupo. El más entusiasta tiene el pelo como Bisbal, puro rulo pero en este caso castaño. Todavía se oye el rumor de los que celebran un gol en el centro comercial. A mí me sirve el ruido, mitiga la vibración de la aguja que entra y sale de la cadera de 14 años que estoy esperando ansiosa. Cuando el Bisbal caraqueño habla, noto su voz borrosa, como saliendo de un túnel. Mueve sus pies, sonríe; sus dedos burbujean describiendo un hormigueo que sube desde los pies hasta los muslos.

Su amiga le dice riendo. –Están tatuando a alguien. ¿Sientes la vibración en el piso?

Me llama la atención el énfasis que pone en cada una de sus palabras, la acompasada modulación de sus labios orientados hacia los ojos del amigo.

Entonces entiendo. Bisbal es sordo y pregunta cuánto cuesta tatuarse una estrella en el brazo.

A estas alturas resumo: nadie ha preguntado si duele, si se cae, cuánto tiempo toma hacerlo. La única duda es el precio. La meta para alcanzar lo eterno es el dinero.

Veo al flaco de la caja atiendiendo a un muchacho que lleva un diseño de dragones con una inscripción saliendo de una nube de humo oscuro. Sus lóbulos agrandados y translúcidos; sus brazos multicolores colgando de una gran franela negra; su nariz atravesada por una argolla plateada, vencen mis prejuicios. El video no se ajusta al audio. La imagen transgresora no anticipa modales atentos, pacientes respuestas. Y los hay.

La puerta del “consultorio” se abre y Alejandra me muestra orgullosa su trofeo de tinta. Tras ella viene el técnico. Mientras da las indicaciones del cuidado –cero playa, cero piscina, mucho Beducén– me distraigo viendo a través de sus dos túneles toda la parafernalia negra y plateada que ahora está en la vitrina y pronto atravesará narices, lóbulos, ombligos y alguna tetilla valiente. Cuando pago con el dinero que Ale ahorró por primera vez en su vida, recuerdo lo que le dije en el carro, último e inútil esfuerzo por persuadirla.

–¿Ale por qué con el dinero del tatuaje no te compras el bolso ese que tiene cornetas para oír el IPOD?

–Mami, el bolso no dura toda la vida.